Sobre Granadilla, ascendiendo suavemente desde la playa, con el mar 
como base, se eleva en figura de cono truncado por un cráter volcánico.
La extraña Montaña Roja, de curiosa leyenda. 
De la mitad superior hasta el cráter, la tierra de aquel cono de lava es roja, 
muy roja. Un carmín vivísimo tiñe su superfície, un extraño púrpura entinta sus 
rápidas vertientes. 
Cuando el sol de la mañana la alumbra dijérase que un influjo volcánico la 
enrojeció de fuego; cuando el sol del medio día la ilumina, creyérase que un 
gigante rubí muestra sus reflejos purpúreos; cuando, al atardecer, se tiende 
cansado sobre la montaña, pensárase que un coágulo de sangre se eleva sobre la 
mar inmensa. 
Y dice la leyenda guanche...
***
Vaguá era el guanche más valiente que habitaba en Tinerfe. Nausú era el 
más sentimental: un poeta que no sabía de estrofas, ni de versos. Un adivino del 
amor. Ivna era la hembra grosera, sin delicadezas ni dulzuras. La mujer sin 
belleza espiritual ni física, incapaz de inspirar pasiones a los hombres. 
Vivían juntos, eran hermanos. 
Y fue una tarde de otoño, cuando el viento comenzó a zumbar 
lúgubremente, cuando la lluvia cayó a torrentes y los profundos barrancos de 
Nivaria corrieron copiosos y arrastraron con sus aguas el ganado, las plantas y 
los hombres... 
El mar se encrespó. Sobre las escarpadas costas batieron las olas con 
violencia y sobre el negro roquedal de la playa el agua produjo un ruido seco, 
como una explosión satánica. 
Los guanches refugiáronse en sus cuevas y postrados de hinojos, besaron 
la tierra, implorando la protección del cielo, la misericordia de Dios... 
Ivna, Nausú y Vaguá, abrazados en la miserable covacha, musitaban sus 
salvajes oraciones, trémulos de terror ante la hecatombe que se avecinaba. 
Pedían clemencia al viejo Echeide, al coloso volcán, que era su Dios. 
Toda la noche vibró la voz siniestra del huracán, que arrancaba de cuajo 
los grandes árboles seculares y estremecía el suelo con sacudidas de titán
Cuando las nubes se corrieron, dejando un cielo azul, hermoso e 
inmaculado; cuando las aguas de los barrancos decrecieron, cuando el mar 
aplacó sus furias y como rendido de sus esfuerzos por destruir la tierra, quedó en 
calma, casi sin mover la superficie de sus aguas, transparente y limpio, como el 
cielo; cuando la naturaleza brindaba vida a los mortales y el sol lo calentaba 
todo, comenzó otra tormenta, una tormenta trágica y sombría, entre dos almas 
salvajes, entre dos espíritus rudos, ciegos de superstición y de bárbaras 
creencias. 
Una atrevida carabela cruzó frente a Tinerfe, cuando el violento huracán 
arrasaba la tierra. La débil nave se defendió de las inclemencias del temporal, 
pero el viento quebró sus palos, el agua inundó su seno y un rayo quemó sus 
maderas y sumergióla en el fondo del Atlántico... 
Era la carabela Texis, a bordo de la cual navegaba una princesa india y su 
enamorado señor, muy viejo, pero más celoso que anciano; rico, pero más cruel 
que adinerado y poderoso. 
Cuando la Texis se incendió el viejo príncipe indio, que bien sujeto por 
dos de sus criados, contemplaba desde la cubierta del buque el encrespado mar, 
mandó que lo soltaran y se internó en el interior de la carabela, desapareciendo 
en la cámara donde la princesita de cabellos rubios y de ojos verdes yacía sin 
sentido por efectos del horror y el miedo a la muerte... 
El príncipe volvió a cubierta. Llevaba entre sus brazos un precioso cofre 
de ébano, en cuya rica madera se incrustaban variadas piedras preciosas de mil 
colores. Cerrólo fuertemente y se arrojó al agua, siempre abrazado a él. 
Poco después de hundirse en el mar, se hundía, también, la Texis, dejando 
tras de si, tan sólo una espesa nube de humo... 
Vaguá, Nausú e Ivna, trepados sobre una roca de la playa, contemplaban 
los restos del naufragio. 
Ivna fué la primera que habló. 
—Hermanos, mirad al fondo del mar. ¿No veis que cosa más hermosa, 
cómo brilla? 
—Es verdad— asintieron Nausú y Vaguá mirando atentamente. 
La superficie tranquila del mar lo hacía transparente, y como a través de 
un fino cristal podían distinguirse todos los objetos que se hallaban en el fondo. 
Nausú se decidió. 
—Yo iré— dijo. 
—Detente, iré ye— objetó su hermano. 
Y Vaguá, él más diestro, se lanzó al agua, sumergióse rápidamente y 
reapareció pronto trayendo entre sus brazos un precioso cofre de ébano 
incrustado de oro, plata y pedrerías... 
Ya en la playa, se sentó en la arena e intentó abrirlo con sus manazas de 
hierro; pero la tapa no cedía.
—Vaguá... Espera— gritaban sus hermanos, mientras se acercaban al 
tesoro hallado. 
Cuando Nausú e Ivna llegaron cerca de Vaguá; éste interrogó ceñudo. 
—¿Qué queréis? 
—Eso, que es mío— respondió Ivna. —Lo he visto yo antes que nadie, 
me pertenece. 
—Es mío— objetó Vaguá. —He sido yo quien lo sacó del fondo. 
—Es de todos— replicó el poeta. —Por que nadie nos lo ha dado y los 
tres somos hermanos. 
—Pues será mío siempre. 
—Será mío. 
—Será de quien le toque en suerte— propuso Nausú. —Acordaos de la 
tormenta pasada. Acordaos que llamasteis mucho a Dios y que si Echeide 
quisiera, otra mayor arrasaría la tierra. Hay que temerle, no seáis malos. Sortead 
ese tesoro, para que tenga un amo, pero que sea de todos, que todos podamos 
recrearnos en él.... 
Tres piedras de igual tamaño tomaron del suelo de la playa. Con otra 
piedra afilada hicieron a cada una un signo diferente y después de agitarlas un 
instante, dejaron caer al suelo una de ellas. 
Cayó la de Vaguá, suyo era e1 preciado tesoro. 
La hermana no pudo contener su envidia, pero se resignó. 
El poeta despreció el tesoro y se sonrió franca y alegremente. 
Alrededor del afortunado agrupáronse ambos. 
Con un trozo de palo hicieron palanca en la tapa de la artística caja y esta 
se abrió súbitamente. 
Muchos amarillosos pergaminos cubrían su parte superior. Los guanches 
posaron cuellos sus ojos e ignorantes de lo que dirían aquellos signos, aquellas 
letras que en los papiros estaban escritas, los arrojaron al viento. De pronto, un 
grito de sorpresa se escapó de todas las bocas. 
La diestra de Vaguá aprisionaba entre sus dedos unos hermosos cabellos 
rubios que nacían de una preciosa cabeza de mujer. 
Era de la princesa india. 
Estaba muy pálida, muy pálida, pero sonreía, parecía vivir. Sus ojos 
estaban entornados y su cuello, tronchado por salvaje cuchillo, era como el 
marfil, de una blancura deslumbrante. 
Al percatarse Vaguá de lo que había tomado en su mano, hizo ademán de 
arrojarlo al mar... 
—Espera— le detuvo Nausú. —Esa cabeza debe ser enterrada en el ataud 
que la trajo a estas playas, en su ataud... Dámelo, hermano. 
El salvaje poeta, que nada sabía de estrofas, ni de versos, había —¡extraña 
aberración!— experimentado en su alma la sacudida de una absurda e 
inverosímil pasión.
Pidió el cofre con la cabeza: el cofre no lo apetecía; no quería la riqueza 
de la vida, aspiraba a la belleza de la muerta, mas temía confesar su loco amor. 
Pero cuando sus hermanos se lo negaron, entonces olvidó sus temores y 
suplicó con ahínco la hermosa cabeza de la princesa india. 
Ya no le importaba rebelarlo todo... ya no temía decirlo... Lo diría. 
—Dádmela, hermanos, Esa cabeza es mía, mía sola. Yo la amo... 
La hembra horrible, que no sabía de amores, sintió la envidia nacer en su 
alma. 
—No, Vaguá no se la des. Arrójala al mar... Está loco, ¿No ves?... Está 
loco... 
—Dádmela, dádmela, por ese viejo Echeide... Mirad que os amenaza. 
Acordaos de la tormenta... 
—No, loco. ¿No ves que es de una muerta? Teme a Dios, Eres tú quien 
debes de temer al viejo Echeide... 
Una nube cegó los ojos y la conciencia del poeta cuando vió que su 
hermano, asiendo la cabeza de la princesa india por los cabellos, la volteó en el 
aire, con idea de lanzarla al mar... La locura se apoderó de él y saltando sobre 
Vaguá, con una enorme piedra en la mano, lo golpeó bárbaramente. Vaguá cayó 
al suelo desplomado mientras Ivna huía horrorizada. 
Nausú se inclinó a su hermano, le arrancó de las manos la cabeza de la 
muerta princesa y encerrándola nuevamente en el cofre, corrió hacia una cónica 
montaña que se elevaba desde la playa aquella. 
En la misma cumbre depositó el preciado tesoro. Bajó después jadeante a 
la playa, cargó a sus hombros el cuerpo de Vaguá y volvió a la cumbre. Pero 
cuando el cuerpo de Vaguá descansó en tierra, un chorro cálido de sangre salió 
de su cabeza destrozada, rodando, como si fuera lava, por la cónica montaña. El 
cuerpo de Vaguá desapareció y un cráter enorme se abrió en la cumbre por cuyo 
hueco brotaba sin cesar sangre que teñía de rojo la tierra. 
Nausú huyó despavorido, siempre cargando su tesoro. Llegó hasta la 
playa. Pero la sangre, tenaz, le perseguía. 
Abrió el cofre, y asiendo entre sus manos la cabeza de la princesa, la besó 
ansiosamente en la boca que sonreía, mientras la ola encendida lo sepultaba 
lentamente. 
***
Cuentan los magos del Sur que cuando el mar está tranquilo y las aguas 
cristalinas, se distingue desde la cumbre de la Montaña Roja, un precioso cofre 
de ébano y piedras preciosas en cuyo seno descansa una pálida cabeza de 
mujer... 
 
~Escrito por Romualdo García de Paredes un 26 de Octubre de 1919~
 
Paloma González Pereira
2° de Bachillerato